En muchas de mis andanzas matutinas lo veo, a primera hora, sentado en un banco de piedra del Borne -un paseo en el centro de Palma de Mallorca-, alimentando a las palomas con migas de su bocadillo y granos que lleva consigo en una bolsa. Es un hombre de edad avanzada, el pelo blanco y su vista fija en esas aves que acuden en aluvión en cuanto lo divisan. Esperan en las inmediaciones a que aparezca, ajenas a cualquier otra presencia e incluso, terminada la comida, permanecen a su lado hasta que abandona el lugar.
Se diría que han terminado por organizarse en su entorno a tenor de la reiterada generosidad con que las trata, de lo que ha resultado una alegría que embarga por igual a dador y receptoras, aunando revuelos con la sonrisa complacida del anciano y, tras contemplar la escena, he acabado por convertirla en uno de mis objetivos.
Me recuerda al jefe de estación en la novela de Hrabal Bohumil, “Trenes rigurosamente vigilados”, cuya afición era también cuidar a las palomas que aparecían por sus inmediaciones.
Nunca había hablado con él pero, pasado un tiempo y tras reiterados cruces de miradas, me decidí a hacerlo junto al afectuoso saludo de rigor, para constatar lo que ya suponía: no huye del silencio – no le he visto cruzar palabra con nadie más, y por supuesto las aves no lo rompen-, sino de la soledad que, esa sí, se atenúa rodeado de alas y picoteos, cimentando una amistad que, he aprendido a su través, no se limita ni circunscribe a los miembros de nuestra especie y puede crecer entre seres tan distintos como ese viejo y unas palomas que subrayan lo que acertadamente escribiera Carlos Fuentes: que la verdadera amistad es saber estar juntos sin decir palabra, lo que, en el caso que hoy me inspira, resulta obvio.
Esa amigable relación parece haber conseguido que mi personaje de hoy se haya reconciliado con la vida, y así parece demostrarlo la constancia con que acude diariamente junto a ellas. Yo he vuelto a casa esta mañana con la convicción de haber compartido una escena que, por entrañable, pienso repetir. Y es que el cariño vivido, entre él y sus palomas, termina por contagiarse.

Bello relato
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ya eres tu una paloma mas! un abrazo xavier
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Xavier: lo único que me molesta es que la colita sea de plumas…
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Cuanta ternura!!
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!Ese contagio tan sutil que nos has trasladado¡
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precioso cuento.
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