Como sucede en cualquier quebrada, no suelen ser totales y en sus huellas todavía se reconoce el motivo del derrumbe: de la desconexión para una nueva estabilidad de variable duración.
Por lo que hace a la ladera del monte, su magnitud dependerá de la inclinación y sustrato, mientras en lo que hace a nosotros, desprenderse, prescindir de posesiones varias que han venido definiendo nuestro estar, tampoco es nunca un absoluto y la secuencia guarda sin duda relación directa con la edad.
Tal vez los desprendimientos iniciales corresponderán al biberón, carrito y babero. Años después, los pantaloncitos cortos, la mochila del cole… Luego, en intervalos de distinta duración, un primer trabajo o el descubierto amor propiciarán el abandono de la casa paterna y, en la nueva vivienda (¡qué más quisieran muchos jóvenes a día de hoy!), se iniciarán distintos montones de los que probablemente también nos iremos deshaciendo conforme avancemos en años: el único acúmulo que seguirá en aumento hasta el inevitable final.
Libros, camisas deshilachadas, el obsoleto GPS o colecciones varias que dejaron de interesarnos. Cierto que, como me está ocurriendo ahora mismo, se canta lo que se pierde, mientras que en paralelo el olvido suele ser buen lenitivo para proseguir, orillando nostalgias y así poder asumir (con Onetti, a través de su libro “La vida breve”) que sólo uno mismo es importante porque es lo único que nos ha sido indiscutiblemente confiado.
No obstante, hay recuerdos que remueve el mal tiempo y a estos días les ha dado por llover.
Quizá se haya desprendido algún que otro diente, desvanecidas muchas ilusiones, amigos fallecidos y nietos que se alejan…
Hasta acabar con el desprendimiento de nosotros mismos aunque, por fortuna y a diferencia de los citados, será el único que, cuando ultimado, ya no echaremos de menos. Así truene o caigan chuzos de punta.
