Sé de casas que llevan años en progresivo deterioro por mor de discrepancias irresolubles entre los herederos. Sus originales propietarios quizá decidieron la cesión a uno, por partes iguales tras la venta, el derribo o la remodelación, pero quienes les suceden pueden rechazar el testamento por razones varias, lo que pone de manifiesto una vez más que los compromisos, tal vez incluso en vida de los ascendientes, se saltan con frecuencia a la torera. A la vista de uno de esos edificios objeto de polémica, frente al bar que frecuento y que parece abandonado, me dio por pensar en que algo parecido ocurre con los libros inéditos tras la muerte de su autor.
Algunos de ellos, y de haber vivido algo más, los hubiesen sacado a la luz o pudiera ser esa era su intención de haber contado en su momento con editorial. Así ha ocurrido con miles, y algunos de reconocido éxito, editados tras morir el escritor. Billy Budd de Melville, El Gatopardo de Lampedusa, Estancia en el tiempo (Celan), Poeta en Nueva York de Lorca, Un soplo de vida de Clarice Lispector… En otros casos se imprimieron póstumamente los de escritores que jamás consiguieron publicar cuando vivos, y ahí están Lovecraft o el poeta iraní Omar Khayyam. Por lo demás, también los ha habido que guardaban celosamente -con motivos muchas veces incógnitos- unas obras que a su muerte fueron encontradas por sus familiares y aireadas: la hermana de Emily Dickinson descubrió casi 2000 poemas de la misma en un armario; las hijas de Irene Némirovsky hallaron “Suite francesa” escondida en una maleta o,
en el famoso baúl del portugués Pessoa, que en vida únicamente publicó 2 libros, se encontraron tras el fallecimiento 27.543 cuartillas escritas.
Se trata, los anteriores, de casos en que tal vez los desaparecidos habrían aplaudido la decisión de los descendientes. Sin embargo y en otras ocasiones, esa herencia escrita no fue difundida en vida por expreso deseo del propietario intelectual e incluso dejó dicho que no fuesen publicados antes de determinada fecha o incluso destruidos, y la ulterior difusión, de espaldas a la voluntad del extinto se parece, como he mencionado, al comportamiento de algunos receptores con relación a otros legados materiales que les caen en suerte.
Por remontarme a la antigüedad, sabemos que Vario no atendió a Virgilio cuando le pidió que destruyese La Eneida; el amigo de Kafka, Max Brod, publicó los manuscritos de éste en vez de quemarlos como le había ordenado,
y tampoco la viuda del rumano Cioran cumplió con el deseo de eliminar las páginas de su diario. Nabokov dejó dicho a su mujer, Vera Evssena, que hiciera desaparecer “El original de Laura”, lo que no cumplió como tampoco los familiares de Robert Walser – ingresado sus últimos 24 años en un psiquiátrico – tras ordenar la hermana de éste, en sus últimas voluntades, que todos los manuscritos inéditos debían desaparecer.
Como puede deducirse, y de haber horizontes de beneficio u otros objetivos entre los que les sobreviven, los deseos de autores / propietarios pueden pasar a mejor vida junto a ellos, así que, de proyectar algo, parece que es mejor ponerse manos a la obra antes del último suspiro.
