Por mor de los traslados paternos y hasta los once años, cambiaba de ciudad, de pueblo, antes de haberse hecho con amigos para siempre. Después, y acabado el bachiller, ¿qué estudiar? Cuando lo decidió, la economía familiar andaba en un tente mientras cobro, así que el verano anterior a su comienzo en la Facultad, situada en otra provincia, empleado de camarero en un hotel para disponer de cuatro perras con que comprarse los libros de texto – en un mercado de segunda mano – y contribuir a los gastos por venir, que enfrentó en los cursos siguientes trabajando anualmente, desde junio a octubre, en la Oficina Nacional de Inmigración francesa por la que debían pasar los vendimiadores, procedentes de España, antes de subirse al tren con sus maletas de madera y los vacíos bolsillos.
Finalizada ya la carrera y durante el Servicio Militar, solía escapar del campamento, en los primeros tres meses, atravesando el adyacente río de noche, con uniforme de soldado y la complicidad del cabo, para reunirse unas horas con la que sería su mujer. Sentimentalmente todo un triunfo pero, tras el matrimonio, el precario salario del hospital al que accedió no alcanzaba para la subsistencia de ambos y el pago del alquiler, de modo que, junto a dos conocidos, decidieron montar una oficina psicotécnica,
que le proporcionaba un complemento económico dando charlas en colegios sobre temas que le eran por completo ajenos y debía preparar restando horas al descanso.
No pretendo hoy una crónica biográfica pero, al echar la vista atrás, le vienen aconteceres que a día de hoy se antojan cuando menos reseñables siquiera por el tiempo que consumían. Estuvo unos años enviando medicamentos (regalados por algunas compañías farmacéuticas) destinados a los indígenas de la selva peruana y, conseguido el contacto con el obispo de allá – desde la adolescencia proyectaba irse a la Amazonia -, se trasladó a Lima en barco (por el menor precio: un mes de travesía) como paso previo y en calidad de misionero seglar, pese a su agnosticismo. Vivía junto a su hermano, biólogo, a la espera de organizar un centro de asistencia sanitaria en los desconocidos parajes del río Madre de Dios, en una casa regida por monjas;
tan aburrida la convivencia tras las prácticas de medicina tropical, que no les quedaba sino salir por las noches a escondidas para, con un par de piscos en cualquier bar, recobrar el ánimo.
Ya de vuelta obligada a España por problemas familiares, pasó meses en busca desesperada de trabajo y sintiendo en carne propia el sufrimiento por exceso de realidad de que hablara la escritora Annie le Brun. Conseguida finalmente la plaza hospitalaria y durante el prolongado ejercicio profesional, los enfermos/as a su cargo le rondaban la cabeza día y noche; decepciones, frustraciones y alegrías entremezcladas en vigilias e insomnios al tiempo que perseguía la excelencia a través de libros y congresos,
lo que supuso estar junto a su familia menos de lo que hubiera deseado hasta que, ¡por fin!, la alusión e ilusión del título: una jubilación que trae aparejada (Dalí) la libertad de someterse a aquello que uno no está obligado a hacer.
