De entrada sería oportuno contextualizarla y, tal vez, la aceptación sin ambages de uno/a mismo/a y sus circunstancias sea la que procure sentimientos de paz y bienestar. Sin embargo, e incluso de albergarlos, no son inmutables, de modo que la felicidad constante no pasa de quimera y sus altibajos pueden incluso deducirse de algún título: “33 momentos de felicidad”, libro de Ingo Schulze. En cualquier caso, ¿cómo hacerse con ella, siquiera temporalmente?
No hay fe que valga (ni siquiera en el más allá), porque es la cotidianidad y sus derivas lo que incide en nuestras emociones e incluso, cuando temporalmente alcanzada en alguna medida, el temor a perderla (Wagensberg) la carcome.
Cualquiera de los eventuales lectores podría divagar sobre el tema con iguales fundamentos que los míos: ayuda a saborearla el disponer de tiempo libre y recursos suficientes, aficiones que satisfagan… Pero lo que hoy motiva el post es haber dado con un estudio de Harvard, publicado en julio del pasado año, que resume el iniciado en Boston en 1938 sobre el estado anímico de tres generaciones consecutivas y que englobaba a 2000 personas -de abuelos a padres e hijos- seguidas durante 85 años. Se cita que los dos factores en común a todos, para la satisfacción, eran el cuidado de la salud (acceso a un adecuado sistema sanitario de ser preciso, ejercicio, alimentación equilibrada…) y buenas relaciones con otros.
El nivel educativo procuraba mejores salarios y mayor porcentaje de éxito profesional, todo lo cual puede ser gratificante, pero se diría fundamental – y así lo remarcan – el mantener amplias y profundas conexiones sociales, lo que daría razón a Aristóteles cuando afirmó que, para vivir solo, hay que ser un animal o un dios.
Vivir quiero conmigo (Fray Luís de León), y nada que objetar sino todo lo contrario porque tampoco se trata de estar constantemente acompañado, pero ello no excluye, a tenor del estudio mencionado, desarrollar habilidades que procuren reuniones, actividades compartidas y diría que también el amor. Nunca es tarde para dirigirnos en esas direcciones, terminan recomendando los autores, y es que la felicidad, según Stendhal, también es contagiosa.
Transitamos en su búsqueda mientras soportamos la ocasional carencia en su ansiada espera, y es que como escribiera García Márquez en Del amor y otros demonios (las citas no vienen de Harvard; son de cosecha propia), no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad. Por eso, ¡a por ella, aunque se nos resista!
Sensacional Gustavo. Siga así, soy un fanático empedernido, y también bacon. 😁
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Adoro el bacon, sea solo o acompañado…
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