Miguel de Cervantes fue sepultado en el antiguo templo de las Trinitarias de Madrid, cumpliendo así su deseo, el 23 de abril de 1616. Pues bien: transcurridos cuatro siglos se ha decidido, con cargo al Ayuntamiento de la capital, iniciar la búsqueda de sus restos. Este verano se detuvo el proceso aunque al parecer se reanudará en breve, con un costo que calculan superará los cien mil euros cuando finalice el rastreo. La justificación, en palabras de Fernando de Pardo, historiador encargado, entre otros, de hallar el emplazamiento, estriba en tratarse de «Un personaje mundial» del que «Podemos localizar los restos y ponerles una lápida encima». Ignoro lo que opinarán ustedes, pero a mí se me antojan pobres explicaciones para justificar un esfuerzo -también económico- sin más objetivo que reunir, en el mejor de los casos, unos fragmentos que se ubicarían a pocos metros de donde estén, pertenecientes a alguien sin descendencia y cuya pervivencia histórica no precisa del mármol. Máxime cuando otras búsquedas (y éstas sí, a petición de los deudos muchas veces) han sido orilladas con argumentos cuestionados incluso por el Comité de Derechos Humanos de la ONU.
Me refiero, como suponen, a esos más de 80.000 asesinados en los tiempos sombríos del franquismo, enterrados en lugares impropios, en fosas comunes e ignoradas y cuya localización y sepultura, con nombres y apellidos, sería de estricta justicia siquiera post mortem. Y un lenitivo para sus familiares. Sin embargo, la Ley de Amnistía, promulgada en 1977, sigue vigente; la de Memoria Histórica no ha servido para rescatarlos del anonimato con que los cubrieron y, como broche de la sinrazón, bastará recordar la implacable persecución al Juez Garzón desde 2008 (cuando se declaró competente para investigar las desapariciones durante la Dictadura) a 2012, año en que, una vez absuelto del delito de prevaricación que se le imputaba por instruir la apertura de 19 fosas, fue condenado a 11 años de inhabilitación a propósito del caso Gürtel; evidente excusa para quitárselo de encima.
Frente a semejante escenario, buscar lo que quede -poco o nada tras 400 años- de Cervantes mientras las víctimas de la represión (también personajes mundiales por lo que atestiguan) siguen en cualquier cuneta,
me parece un escarnio hacia ellos y una afrenta para quienes no comulgamos con olvidos interesados. Así pues, y de buscar a Don Miguel, ello debiera ocurrir después de dar cumplida satisfacción a un imperativo ético que el Ayuntamiento de Madrid -como otros muchos y amparados por el Congreso- se viene pasando por el forro.