A la luz del día y en estos meses, los abrigos disimulan contornos y las sugestivas curvas que en verano resaltaban para el placer visual de muchos. No hay grupos ni sonrisas, nos cruzamos con la mirada baja, a paso ligero, cuidando de no resbalar y, en los comercios, sus escalones exteriores donde con mejor tiempo se sentaban los maridos a esperarlas mientras ellas compraban, son ahora helados bancos de piedra para la nada. La mayoría de aquellas terrazas que frecuentábamos permanecen cerradas; “Volvemos en marzo”, rezan algunos anuncios bajo el cielo encapotado. Y las aceras son, estos meses, pistas de silencio.
Nadie en las ventanas o esos balcones con mesita y dos sillas para pasar el rato; sólo se mueve alguna que otra bandera saludando a la ventisca, y las ramas de los árboles en agitado lamento mientras sus caídas hojas subrayan la vegetal rendición.
La ciudad se diría abandonada por sus moradores y ya ni les digo al ponerse el sol: las farolas sólo alcanzan a iluminar ese vacío que únicamente cruza el rumor de los aires acondicionados, yo y quizá usted. Nada de sentarse en exteriores y junto a estufas que únicamente fingen proporcionar calor. Transitaremos en soledad y, con cada inspiración, el temor a pillar un catarro. Los dedos helados, y esa obligada salida, un castigo probablemente inmerecido.
Una estación ésta en la que suelen primar las ganas de que termine y, entretanto, soportarla de ser posible a buen recaudo. ¿Salir? Mejor cuando el tiempo mejore. Quizá todo lo anterior lleve aparejada un algo de tristeza, pero qué quieren: afirmaba Descartes que el frío agarrota el pensamiento y lo que es más – yo añadiría -: a veces puede llegar al alma.
Que bien lo describes.. yo prefiero la isla de la calma en invierno que no el «agobio» en verano
salud para todos y felicidades por todo lo que me aportas «leyendo tus pensamientos «
hehe
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Gracias por tu comentario, pero, ¿quién eres?
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