Al decir del fallecido Wagensberg, se viene encima la vejez cuando empiezan a pesar más las tradiciones que los proyectos, lo que implicaría ser progresivamente esclavo del pasado o cada vez más proclive a refugiarse en él y las pérdidas, a veces dolorosas y teñidas de nostalgia, que trae aparejadas. Son éstas precisamente, y no las más genéricas tradiciones, la creciente plétora de aquellos/as a quienes quisimos y ya no están, lo que en mi criterio ata, con nudos de tristeza, la envejecida trama que nos conforma cuando el paisaje se va desertizando en vida de amores mutuos.
Es con esos mimbres como vamos mudando hacia una cada vez más erosionada vasija de remembranzas: a una vejez que no es de por sí el problema (¿quién no quisiera llegar a viejo?), sino resultado de los recuerdos, aislados o en aluvión, que acuden mientras permanecemos callados y a la espera de algo, sumidos en un tedio que se prolonga o a vueltas en los insomnios. Vamos perdiendo fuelle y resistencia frente a lo por venir cuando los afectos, ataduras con el presente, pasan a pertenecer tan solo a la memoria y, en esa línea, tengo para mí que cualquier guerra, con los consiguientes desaparecidos, envejece a la sociedad entera al extremo que de prolongarse haría del colectivo, por el generalizado duelo de los supervivientes, ancianidad compartida sin que importase la distinta edad.
La melancolía, “Esa horrible muchacha de ojos llorosos” para Javier Tomeo, puede aparecer sin peinar aún canas ni ser las arrugas quienes la sugieran al observador, pero los años y sus avatares suelen traerla aparejada y, frente a ella, nada peor que la resignación, antesala de una rendición que certifica el final. Por ello, envejecer con dignidad es apechugar para seguir con todo hasta que el cuerpo aguante, y sin olvidos, siquiera temporales, se hace difícil. Quizá fue esto lo que el poeta Antonio Manilla estuviera pensando cuando escribió: “Concédeme el olvido si vas a darme años”. Siquiera de vez en cuando.