Esta mañana Juan José Millás, en su tertulia de la SER y a propósito de unas declaraciones del Ministro de Cultura en las que aconsejaba a los jóvenes que mediten sobre las salidas profesionales antes de elegir carrera, se ha lanzado a una encendida defensa de las «humanidades» como el único modo de entender nuestro mundo. A pesar de declararme seguidor de sus artículos y disfrutar con la sorna que destilan, en esta ocasión no estoy pero que nada de acuerdo con sus apreciaciones y las de algunos que abundaban en ellas.
Yo creo que al Ministro, siquiera por una vez, no le ha faltado razón. El científico y, en general, los de «ciencias», no están condicionados de antemano a percibir su entorno «como una gran empresa», según ha apuntado. A día de hoy, la cultura no se entiende ajena al conocimiento científico y, por ende, ignoro el porqué los biólogos o ingenieros no puedan ser a un tiempo conocedores de las corrientes filosóficas y grandes aficionados a la poesía, la literatura romántica o la filología.
Comprender exige hoy un saber poliédrico, y los valores epistemológicos de la ciencia -rigor, claridad, precisión…- no estaría nada mal que subyaciesen en otras disciplinas «humanísticas». Nos evitaríamos muchas veces divagaciones sin fundamento o afirmaciones traídas por los pelos. Entender lo que supone para nuestro futuro progresar en el conocimiento de los antígenos de membrana o las nanopartículas, cimenta la cultura siquiera tanto como leer a Quevedo. Cultura es hoy algo más que lo que defendían los tertulianos. Y, para terminar, sería deseable que en esos debates pudieran oirse otras opiniones que las del escritor o el medievalista. Porque hay mucho más bajo el sol.
De ese mucho más, los jóvenes pueden ganarse el sueldo. Saber de metodología estadística y disfrutar con Shakespeare no es una combinación posible, sino deseable. Quizá el Ministro iba por ahí.