Nadie mejor que algunos a quienes he escuchado en días pasados, para hacer suyo el anuncio ése de «Yo no soy tonto». Se publicó hace pocos meses en una prestigiosa revista médica, «The Lancet», que puede llegarse a una edad provecta sin daño mental alguno, pero aún hay más, porque los hay que bien podrían ser aquellos que le rondaban a Séneca por la cabeza cuando afirmó que «En la vejez, el hombre puede conducir la actividad de los otros al modo de las Vírgenes Vestales, que aprenden a hacer las funciones sagradas y, cuando las aprendieron, las enseñan». No cargaré las tintas en una virginidad que harían bien en haber perdido a la menor ocasión, aunque en lo que respecta a aprender de ellos lo indecible, no me cabe duda alguna.
¿Vieron la foto de Benjamin Ferencz, el único fiscal que queda vivo de entre los que intervinieron en los juicios de Nüremberg, tras la Guerra Mundial? Pues ahí lo tienen, a sus noventa y cinco años, con gorrita, una cartera en la mano y más derecho que una vela, presto a participar junto a otros letrados en el Congreso para la aplicación de la jurisdicción universal frente a la impunidad, que se celebró en Madrid este mismo mes. Y si la vejez implica quedarse en un rincón cabizbajo, lamentando las pérdidas y resignado a que sólo te miren de refilón, Ferencz anda todavía por su primera juventud. Y lo que es más de agradecer: sin que su apuesta por la ética haya sufrido menoscabo ni su entusiasmo cedido al deterioro.
Pero no es la excepción y con José Mujica, el presidente uruguayo, quedé boquiabierto durante la entrevista que emitió La Sexta. Sabía de los quince años que pasó en la cárcel, su participación en la creación del Movimiento de Participación Popular (MPP) y la victoria en las elecciones de 2009 con más del 50% de los votos, aunque fue la coherencia de que hizo gala con ochenta años lo que trocó mi inicial curiosidad en admiración por quien, bajo una vestimenta descuidada y más allá de la cautivadora sorna, analizaba la realidad con la justeza que falta a muchos o admitía que cede el noventa por ciento de su salario (dos tercios de lo que perciben los parlamentarios europeos, para vergüenza suya e indignación nuestra) para ayuda social. Concluyo que no es preciso nacer ya viejo -como según dicen le sucedió a Lao Tse (siglo VI aJC), que permaneció ochenta años en el vientre materno- para alumbrar el mundo.
Se puede llegar a esa edad habiendo aprendido lo necesario para que la belleza se trasparente por sobre las flacideces de la carne devastada: para engrosar una interminable lista de longevos que merecerían, por mérito intelectual y decencia moral, la eternidad. Siquiera en nuestro beneficio y el de nuestros hijos, por seguir a Séneca.