El robo nos enfrenta, como sucede con el arte, a un conflicto interior: ése que sitúa ante una realidad que nos sobrepasa y que reclama nuestra atención (en el caso del latrocinio, por la cuenta que nos trae y nunca mejor dicho), pero que no busca la comprensión o el acuerdo. Ahí está, como el arte, haciendo visible lo invisible. Y entenderán, si siguen leyendo, a qué me refiero.
Baja la prima de riesgo por encima de un 500% desde hace un par de años, pero sin traducción alguna para el bolsillo de los sufridos ciudadanos. Y los salarios, cada vez más bajos y precarios, influyen en los precios dibujando un horizonte -cataclísmico horizonte, nos advierten- de deflación.
Pero si la mera posibilidad es tan grave, ¿no convendría que aumentase el consumo merced a una decidida lucha contra la miseria de los sueldos? Pues no señor. El asunto discurre al parecer por otros derroteros, y si ni siquiera los expertos en economía acaban de entender el funcionamiento de la máquina, como aseguraba Keynes, es natural que a los profanos los ojos nos hagan chiribitas entre la estupefación y el cabreo.
Que tendremos que convivir con el latrocinio generalizado y aprender a gestionar la ignorancia, vamos. So pena de analizarlo y hacer visibles, patentes, los intereses que subyacen. Pero después, ¿qué? Resulta que el barril de petróleo anda a la baja pero la gasolina apenas se entera. O, por ser la energía más barata, aumenta el recibo de la luz. ¿Una instigación al conflicto? Pues como hace el arte, ya les digo, aunque en su caso sea anímico y los ejemplos a que aludo están pidiendo a gritos algo más: un conflicto de jueces y trena, porque comerse la olla sirve de bien poco.
Podría concluirse, para el petróleo o la luz, que el vivo vive del bobo y el bobo, tras interrogarse y a diferencia de lo que haría frente a un cuadro, paga y se aguanta aunque, como en la experiencia artística, habrá de asumir que el asunto es como es y, si no sintonizas, cambias de museo o marchas a otro país. Porque la racionalidad no es adecuada para estos retos. El caso es que la estafa, cuando regulada desde las altas instancias y a tenor de lo expuesto, también puede ser arte (todo puede serlo, decía Duchamp). Siquiera por la provocación que lleva aparejada. Y entenderlo así, e incluso llegar a extasiarse en la contemplación de unas mangancias que dibujan otra dimensión, es un modo como otro cualquiera de sobrellevar sin un pestañeo el que te den. ¿Otra alternativa? ¿Un voto meditado? Pues no sé yo, visto lo visto hasta aquí.