En tiempo de paseos, nos ocurre a veces perder la mirada en los verdes y marrones de nuestro alrededor: árboles y arbustos dejados a su albur o reconducidos por mano del hombre. Algunos, cipreses, como dedos acusadores apuntando al cielo, y otros redondeados en forma de paraguas; ramas pobladas que ondean al ritmo del viento que sople, o brazos en desorden y como si lamentaran su estado actual.
Pueden a veces tapizar el horizonte, orgullosos de frondosidad y porte, inclinarse sumisos en espera de que cualquier imponderable los derribe, mostrar las recientes heridas, disimularlas con nuevos brotes, procurar acogedora sombra o ser tan sólo espectros de su ayer, erguirse aislados o participar, indistinguibles, de filas formadas por sus iguales…
Pues bien: en esas estaba cuando me dio por asimilar a ellos un colectivo, el humano, que víctima muchas veces de distintas formas de depredación, se diría sometido con excesiva frecuencia a metafóricas podas a causa de la propia sociedad en que habitan o de sus hacedores, empresas y jerifaltes. Y nada que objetar si podemos seguir erguidos y apuntando a lo alto; sin embargo, censuras, informaciones sesgadas o esparadrapos legislativos, pueden acabar demasiadas veces con las enhiestas esperanzas y transformar en ralas protuberancias redondeadas las otrora cabezas pensantes, el dedo acusador, a lo ciprés, convertirse en objetivo de los podadores, guardianes de la divergencia, y lejos de quienes fuimos cuando la savia nos corría sin tijeras o sierra de por medio,
convertirnos en especímenes sumisos: inclinados unos, quizá con impostadas ramas por un mejor aparentar, rebaños homogéneos otros y, los de más allá, adelgazados por falta de riego y nutrientes al extremo de que el siguiente vendaval pandémico quizá acabe con ellos, derribados como en una tala.
¿La poda animal, sinónimo en ocasiones de castración? Si se trata de la mental, pudiera ser. No así la física, que hasta ahí podríamos llegar… Aunque en tiempos, algunos castrados (podados en los bajos, por seguir con el símil) gozaron de privilegios como ocurre con algunos árboles en zonas señoriales. Así ocurrió con Farinelli que, según cuenta Vargas Llosa en uno de sus libros, era capaz de cantar arias sin respirar por más de un minuto y de ahí que hiciese las delicias de Felipe V (que no VI, no vayamos a liarla, que bastante tiene el actual con su padre para andarse encima seducido por un eunuco cantor). Pero bueno, a lo que iba: entre los árboles del paseo y muchos de nosotros, algún que otro parecido. Para el disfrute a veces y, otras, para el lamento.
El título me ha dado un poco de resquemor…me preguntaba qué podría ser lo de la poda animal en interrogante.
Muy acertada la analogía que has hecho, aunque te hayas referido a nosotros cómo animales, que lo somos pero peores a los que así definimos, porque ya me dirás otras barbaridades cómo puede ser la ablación, entre otras.
Creo que la poda vegetal es más grata porque da unos resultados maravillosos cuando se trata con delicadeza y amor. Sin embargo, nosotros tenemos tantas circunstancias sociales diferentes, incluso algunas aleatorias, que no siempre dan pie al disfrute.
Besosssss
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De acuerdo. Entre poda vegetal o animal, elijo la primera. Besos de vuelta.
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Si si,erguidos como árboles cipreses,de jovencitos siempre, peró con nuestros años encima,ya no hay la misma erguidura,la cosa cambia.Un gran saludo.
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Nos vamos inclinando, si… un abrazo.
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