Se planea por parte del Gobierno una próxima Ley de Transparencia. La iniciativa, junto a la reiteración hasta la saciedad de ese término en sus bocas, no hace sino subrayar por contraste su antónimo: la opacidad que preside los manejos del poder y que ahora pretenden aclarar de un plumazo; con una ley que los socialistas no promulgaron en su día. Para que nos vayamos percatando de la diferencia.
Doña Soraya dice que ya han hablado con la Casa del Rey, pese a que el imputado Urdangarín no haya puesto tierra de por medio largándose a Catar por un tris; por carecer del título de entrenador de balonmano, que no de pasaporte como debería ser. O la Infanta se niegue a entregar sus declaraciones de renta. Aún no se ha contactado oficialmente con la Iglesia, pero quizá no haga falta si hemos de creer al Secretario de la Conferencia Episcopal, el ínclito Martínez Camino, cuando afirma que «La transparencia es el modo de actuar de la Iglesia». Seguramente Bárcenas opinará en el mismo sentido: que para claridad meridiana la suya, o la de Cospedal cuando puntualizó sobre fechas y causas del despido del tesorero, por un decir.
¿A quién pretenden dársela con queso, a estas alturas? En vez de la citada Ley, mejor harían acortando los plazos para que ingresen en la cárcel esos centenares de sinvergüenzas con posibles para recurrir al Supremo o al lucero del alba, y evitaran de paso prostituir el significado de las palabras. Porque la transparencia merece mejor suerte que ser cortina de un lodazal.
Muy bien dicho… y sin demasiadas palabras.
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