Son madre e hijo. Ella, con más de ochenta y un acusado deterioro físico a consecuencia del cáncer avanzado que padece. Precisa de calmantes y se traslada desde el coche a la consulta médica en una silla de ruedas que empuja él, un hombre alto y fornido que rondará la cincuentena. Ambos permanecían sentados frente a mí, expectantes. La mujer me miraba fijamente, pero su semblante era sereno, apacible, y no traducía signo alguno de inquietud.
El hijo vino a verme, solo, la semana anterior. Quería que le explicara sin ambages la situación y el pronóstico. Así lo hice. Creía que la madre no era plenamente consciente de la gravedad de su estado ni sería adecuado ponerla sobre aviso. Me dijo que la información veraz sólo aumentaría su angustia sin contrapartida alguna, de modo que me agradecería, cuando acudiesen juntos, las evasivas: que la enfermedad se había estabilizado. Y que programase una nueva cita con ella, aunque los dos supiéramos que, en ese plazo, probablemente ya habría fallecido.
Cuando los tuve delante, actué como habíamos convenido pero, para mi sorpresa, fue entonces cuando el hijo se derrumbó y ambos, su madre y yo, vimos caer sus lágrimas. Desde ese instante, la madre se hizo cargo de la situación. Tomó las manos de su hijo, secó sus ojos y le acarició el rostro. «Mi hijito querido» -le susurró-. Inmediatamente se dirigió a mí: «No puede aceptar que su madre vaya a desaparecer». «Hijo de mi vida»…
Cuando se marcharon, ella mantenía el brazo en un incómodo ángulo para seguir acariciando la mano que empujaba la silla. Y yo tardé mi buen cuarto de hora en atender a la siguiente enferma. Seguramente no volveré a verlos.
Despuès de esta lectura yo tampoco he podido evitar derramar, silenciosamente, unas lágrimas…
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