Hace años, el estrés de volar guardaba estrecha relación con el miedo a un imponderable que a semejante altura tendría mala solución, con la inquietud por una claustrofobia sin salida y, en último término, con la zozobra que suponía confiar la propia vida a la supuesta pericia de unos desconocidos. Hoy, muchos de quienes por razones varias estamos obligados a tomar aviones, hemos superado en buena medida los reparos de antaño y, no obstante, esta nueva actitud no ha hecho los tránsitos más llevaderos.
No es preciso devanarse los sesos para concluir que los problemas, la mayoría, ya no surgen del viajero. El coste del billete se multiplica de no reservarlo con suficiente antelación, lo que equivale a penalizar la urgencia. Olvidar el certificado de residencia hará inútil el desvelo y, tras comprar un nuevo pasaje, puedes quedar con los pantalones en los tobillos y sin tijeras poco antes de embarcar. Después, las estrecheces obligarán a una posición fetal y así, encogidos y diminutos como nos quieren, quizá debamos asistir al paternal tuteo que no distraerá de las sospechas, sin prensa ni refresco: la sospecha de que quizá no baste el queroseno para el aterrizaje. Y de la maleta -que debimos facturar (previo pago adicional) porque medía un centímetro más de los dos palmos-, habrá que ver.
Tomar el avión se ha convertido en un ejercicio de sumisión, de tragaderas y dignidad en suspenso hasta el aterrizaje y un poco más. Todo muy acorde con los tiempos que corren. Sólo queda confiar en que, con el renacer de cualquier burbuja inmobiliaria, se haga realidad el puente desde Valencia hasta Mallorca que auguraba la canción. Entonces iban a saber, esas Compañías que tienen la sartén por el mango y a nosotros por salva sea la parte, lo que vale un peine.