La dependencia de nuestros mayores da para mucho más que estas cuatro líneas, pero quiero referirme a ellos en ocasión del mes que entra porque el verano puede ser, paradójicamente, la mejor época para aumentar nuestra socialización y producir en ellos el efecto inverso: el de una soledad que nadie puede enseñar a sobrellevar, por lo que el aburrimiento y en el mejor de los casos una triste resignación, quizá aceche a muchos viejos junto al calor estival.
Quienes trabajan, gente madura, padres y madres de familia o jóvenes de futuro incierto, todos nos creemos con derecho -y seguramente es así- a un remanso para el alivio: un viaje o quizá tan sólo unos días de playa. Al regreso, ninguna obligación que nos abrume, ningún dilema que resolver siquiera durante un par de semanas, pero, ¿y ellos? Tal vez una Residencia, en lugar del hogar, sea la disyuntiva que resolvimos días antes y sin su concurso. O el hospital, donde permanecerán más tiempo del que sus síntomas justifican.
Es en verano cuando pueden ir perdiendo la costumbre de vivir; en cualquier «tanatorio de vivos», como definió mi suegra, hace pocos días y en ocasión de su visita al mismo, uno de esos aparcamientos para la tercera edad. Lugares en los que, por remedar a Rulfo, ya no hay tampoco quien le ladre al silencio que los envuelve al modo de una mortaja. Y hay razones contrapuestas, lo sé, y justificaciones para todos los gustos, pero no puedo hurtarme a la compasión tras haber conocido de cerca uno de esos casos. Creo que cualquier domingo de estos escribiré en mi periódico, el Diario de Mallorca, una columna al respecto.