Corría el 13 de agosto, como quien dice ayer, cuando un amable empleado de Correos trajo a casa un par de sobres que me entregó, previo acuse de recibo. Eran requerimientos de Hacienda, un remitente que siempre intranquiliza aunque el destinatario no tenga cuenta en Suiza ni pertenezca a cuadro político alguno.
No deja de llamar la atención que se reclame, en el mes de vacaciones por antonomasia, una cantidad inferior a 200 euros y correspondiente a una supuesta irregularidad en la declaración de 2011, que no la última, en cuyo caso entendería mejor el apremio. Pero mira que han tenido tiempo para llamarme la atención, ¿no? Y, puestos a tomarse las cosas con calma, ¿por qué no esperar a que los presuntos defraudadores (me he enterado de que estos días han menudeado las cartas de advertencia a muchos contribuyentes) se hayan reincorporado a sus actividades cotidianas? Mi asesor fiscal está ausente y he debido localizarlo a través de terceros; conseguir el certificado que atestigue el yerro de la Administración Tributaria me llevará un par de días y, si no demuestro mi inocencia en un plazo máximo de diez, como indican, ya no habrá razones que valgan y deberé añadir, a la cuantía que resulta de sus erróneos cálculos, la multa correspondiente.
En asuntos de esta naturaleza, piensa mal y acertarás, así que me ha dado por cavilar si la estrategia agosteña se basará en la esperanza de no encontrarme; que con tanto «Cerrado por vacaciones» no logre demostrar su error en plazo y, como resultado, ¡a recaudar!: la cantidad que resulta de su equivocación, sumada a la penalización. Ahora bien: si quienes han metido la pata son ellos y así se demuestra, ¿cómo me resarcirán? ¿Me abonarán las horas empleadas en demostrar su inepcia? ¿Reconocerán el complot para sacarme cuatro perras de más, aprovechando que es el mes donde cada quién anda a su aire? ¡País…!