He leído recientemente que alguien, enfermo a consecuencia de su hábito -no se especificaba la dolencia, aunque sí que había perdido la voz; ¿un cáncer de laringe?-, ha denunciado a las autoridades sanitarias, actuales y pasadas, por la toxicidad de un producto que se vende a pesar de que contiene decenas, si no centenares, de aditivos tóxicos. Otra reclamación de un colectivo de afectados apunta a la hipocresía que supone la sustanciosa recaudación de impuestos a su través.
Se entienden perfectamente las reacciones; no obstante, la responsabilidad por las consecuencias del tabaquismo recae en los propios consumidores, que no pueden alegar ignorancia sobre su nocividad y posiblemente, cuando adictos, defenderían su derecho a elegir con libertad el modo de vivir. Por otra parte, en lo que respecta a la peligrosidad del consumo, hay sobrada información, y desde hace muchos decenios, al alcance de cualquiera: campañas periódicas de amplia difusión o consejo experto caso de pedirlo, de modo que en ningún caso (los propios envoltorios se «adornan» con mensajes y fotos disuasorias)cabe considerar un envenenamiento inconsciente y atribuible a dejación por parte de los poderes públicos.
Parecidos argumentos podría aducir quien es herido por correr frente a los toros en San Fermín. O quienes practiquen deportes de alto riesgo, por un decir. Y que tales polvos lleven a esos lodos no puede achacarse a terceros, lo cual se estila demasiado en este país nuestro. Nadie obliga a respirarlos. Ni a exponer la propia vida por un chute de adrenalina.