Como muchos de ustedes, llevo años equiparando al tradicional robo algunas de las medidas con que políticos y comparsas pretenden disimular su incompetencia o, aún peor, los turbios manejos. La engañifa de las preferentes, dineros públicos a bolsillos privados, privatizaciones que los beneficiaron o sueldos de escándalo al tiempo que defienden su disminución para los mileuristas. En esa misma línea, el post de hace pocos días. Frente a semejante aluvión, a cualquiera le entran ganas de una gradación; de una clasificación. Porque no es lo mismo quedar sin paga extra que sin techo bajo el que cobijarse, vamos. O sin empleo pasados los cincuenta, aunque sin duda habrá peores tesituras. Y ahí habían quedado detenidas mis divagaciones, posponiendo la categorización a un mejor análisis en el futuro, cuando ayer mi nieto, dos años y medio, me puso en el camino de la solución.
Mira: es tu sombra -atardecía-, le dije. Él movió un brazo, ambos, echó a correr entusiasmado y al regreso me advirtió, muy serio: «No me quites mi sombra, Tat (así me llama)». No: es tuya -repuse-. Siempre irá contigo y nadie te la podrá robar.
Cuando crezca, le recordaré el episodio. Entretanto, y mientras él se reconocía en su silueta, me di a pensar que otras cosas han estado siempre junto a nosotros desde que tenemos uso de razón, contribuyen a nuestra identidad y nos dibujan. Como la sombra. La dignidad o el amor propio, si prefieren, encabezarían por su importancia esa lista de robos que mencionaba al principio, ordenados de mayor a menor perjuicio. Y, como mi nieto, quiero la seguridad -creo que es un deseo extensivo a la mayoría- de que mi sombra no está amenazada y en almoneda. Él me creyó, pero juega a su favor la inocencia propia de la niñez. Además, ya me guardaría de engañarlo. Para empezar, yo no soy político.