Quien nos lo contaba en la sobremesa, un arquitecto valenciano, me merece un crédito absoluto. Todos conocemos a gente así: razonables y con una coherencia que transparentan. Lo más alejado de un político al uso, para entendernos.
El caso es que asistió a una reunión decisoria y la propuesta que defendía el prócer -mucho dinero en juego- tenía puntos flacos y, lo que centra el relato, una alternativa de coste sensiblemente inferior. Así se lo hizo saber el arquitecto, tras pedir la palabra. Una explicación bien argumentada aunque sin extenderse demasiado y, sobre todo, extremando la prudencia en el decir, toda vez que conocía el carácter del jerifalte y sabía de su ego. Éste, cuando finalizó la exposición, lo miró fijamente, negó un par de veces con la cabeza y después, visiblemente contrariado, se dirigió al auditorio:
-¿Alguien de entre ustedes está de acuerdo con lo que propone?
En el silencio que siguió, ni un carraspeo, el rictus del mandamás se fue trocando en sonrisa, a medio camino entre el desprecio y la autocomplacencia.
-Pues no hay más que hablar. El tema queda zanjado.
Fue a la salida cuando el autor de la fallida idea fue asaltado por todos los demás, uno tras otro o en parejas aunque cuidando, eso sí, de no ser vistos por el del ego. «Tenías toda la razón -le consolaban-. Es evidente, pero ya sabes…». No creyó que valiese la pena, por obvio, preguntarles por qué no lo dijeron cuando fueron requeridos. Después, cualquier día, se harán cruces por la deriva de este país; denostarán de la hipocresía o la nula implicación para cambiar las cosas y terminarán por afirmar -mientras apuran la caña- que tenemos lo que nos merecemos. Nuestro relator no lo dijo así, pero en la sobremesa todos, estoy seguro, llegamos a parecida conclusión que quizá compartan. Después, creo recordar, pasamos a Camps, Fabra y cosas por el estilo. Por no dejar el Levante español como escenario.