Hay afonías que son providenciales por el momento de aparición o su duración y, como ejemplo, dicen que San Agustín descubrió que podía leerse en silencio gracias a la afonía de San Ambrosio, obispo de Milán. Pero no crean que me haya dado últimamente por glosar las vidas de curas y santos, ya que hablé de los primeros en mi anterior post. Sucede que he pasado unos días con la voz tomada y se me ha ocurrido que, si de mi caso no se seguirá consecuencia alguna, cosa distinta sería de extenderse la afección a esos de los que bien podríamos decir que cualquier declaración será peor que permanecer callados.
Y de acuerdo en que si enfermase la laringe de Rajoy, seguramente no nos percataríamos hasta pasado un tiempo, pero sería un alivio que cesara el ruido de la mayoría. Me refiero a tanta fraseología mentirosa e inútil que, entre ellos, y tal vez por la proximidad de sus poltronas, parece contagiarse al modo de una epidemia que no hace distingos entre cargos electos o digitados. Nos habríamos librado del discurso del Rey, los paños calientes de Montoro, salidas por la tangente de Cospedal y tantas otras mascaradas con que nos obsequian los que han hecho del embuste profesión y, de la realidad, el sustrato que nutre esa representación teatral con personajes confusos y de límites tan imprecisos como sus alegatos.
Para hacernos definitivamente partidarios de la afonía en quienes sólo se acuerdan de la democracia cada cuatro años, nos sale ahora Rubalcaba, la voz tonante, para anunciarnos que «Ya está aquí el PSOE». ¿Y por dónde andaba desde que pasó a la oposición? A ver si resultará que la Ley de Transparencia vaya a servir únicamente para que podamos columbrar,
más claramente si cabe, con qué ralea estamos destinados a jugarnos los cuartos. De quedar todos afónicos hasta 2015, ya digo, igual lo pasábamos mejor. Total, para lo que habrá que oír hasta que vuelvan a abrirse las urnas…