Porque tras largarnos durante un rato interminable lo que sí está escrito, cobra rabiosa actualidad aquello de que, lo que no nos mata, nos hace más fuertes. Un país de supermanes, a este paso. Por lo demás, ¿a quién deberemos criticar o aplaudir si fuera el caso, que no será? Y es que -me refiero a padres de la patria, madres, primos o tías abuelas- el orador suele ser en demasiadas ocasiones un mero trasmisor de análisis, propuestas o sugerencias que siendo muy optimistas puede haber contribuído a ordenar, aunque me temo que por lo general se limita a poner la voz.
Recuerden muchas de las intervenciones en la tribuna del Parlamento o los discursos navideños del recientemente aforado (y van diez mil) ex-rey, y seguramente coincidiremos en el aburrimiento que producen unas intervenciones cansinas, previsibles, carentes de espontaneidad y, por todo ello, perfectamente intercambiables. Ni siquiera la constatación de que cuando no hablan al dictado caen en el balbuceo, el hoy no toca o ahora llueve,
consigue que la mayoría aceptemos, después de tantos años, unos palabreos en conserva que sólo piden de su parte (y no siempre ocurre) una aceptable pronunciación.
Cuando recitan el escrito de un funcionario o una comisión, debería mencionarse el hecho para saber a qué atenernos y conocer de quién ha partido la visión que intenta vender el vocero. Y es que si bien es cierto, como ya apuntó Heráclito, que todo fluye, mucho lo hace por fuera de las entendederas del charlatán, por más que se disfrace de hombre de Estado. Es razonable que el prócer se asesore, recabe datos e incluso ensaye frente al espejo, pero cuando pretenden cantarnos la palinodia, por lo menos mirando a los ojos, que no a los papeles. Porque lo segundo lo puede hacer cualquiera con mejor dicción y, por supuesto, nos saldría mucho más barato.
Para mí, la oradora por excelencia es… María Dolores de Cospedal
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Y sus pagos a Bárcenas en diferido.
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