Este par de metros de ensanche permite que dos coches en dirección contraria puedan cruzarse, de modo que no deben aparcar aquí. Así les dijimos a un par de chicas que llevan meses, durante los fines de semana, utilizando el escondite, en el camino que da a la carretera, para espiar a los moradores de un chalé situado en la ladera opuesta. Verán -nos respondieron-: es que intentamos hacer un reportaje sobre un señor que vive allí; es un artista muy conocido en Alemania. Y siguen en las mismas semana tras semana, desde la salida a la puesta del sol y con el teleobjetivo dispuesto. ¿Están en su derecho? Y en tal caso, ¿qué pasa con el del personaje observado, que en su casa es sólo persona? No puedo por menos que traer a colación el panfleto publicado por la Sra. Trierweiler, desvelando datos íntimos de su amante, el presidente francés Hollande. Cotilleo del peor gusto, por venganza y también para forrarse pero, sea como sea, creo que ambos ejemplos suponen un atentado a la privacidad ajena y, por lo mismo, debieran ser punibles.
Ya he citado en otra ocasión al Sr. Brandlee, antiguo director del Washington Post, que fue tajante al respecto: «Borracho en casa, asunto suyo; borracho en los pasillos del Senado, asunto nuestro». pero no es esa la regla para mucha bazofia televisiva y alguna prensa. Servidumbres de la fama sin otra justificación que aumentar audiencia, lectores y en consecuencia los beneficios. Pero es que, por extensión y merced a las nuevas tecnologías, ustedes, la mayoría de nosotros, alejados del mundanal ruido y sólo conocidos por los amigos, somos presa fácil (a veces sin mediar siquiera intención) para cualquier desaprensivo. Pueden ser fotografiados mientras cenan o van a hacer sus necesidades, pasean o hablan con el vecino/a y, desde los drones a los móviles, cámaras ocultas o el propio ordenador, puede accederse sin dificultad a una información que pertenece a la esfera íntima y, por ello, inviolable.
La Constitución es explícita al repecto: «Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en la propia vida privada…». Y la Ley Orgánica de 1982 regula la protección civil del derecho a la intimidad y a la propia imagen. En consecuencia, estamos en condiciones de exigir nuestra invisibilidad en situaciones cotidianas y cualquier componenda mediática u ocurrencia ajena que no la respete, debieran ser castigadas de oficio. Pero no lo verán nuestros ojos, claro está. Porque las prohibiciones se transgreden a voluntad cuando hay pasta de por medio. Y el ciudadano corriente y moliente pues a pagar impuestos que para eso está, a más de servir de adorno u objeto de manipulación a voluntad de cualquier soplagaitas. ¿Para cuándo los puntos sobre las íes, multas mediante si no hay más remedio?
La pena es que el negocio está sustentado no solo por el sinvergüenza que ofrece su morralla cotillesca al primer postor, sino por la masa indigna que la adquiere y engulle. Cuando yo era un chaval, el insulto «cotilla» era fuerte de cojones. Ahora, pareciera un oficio respetable, porque la «sociedad» lo demanda. Sociedad es un término demasiado ampuloso: dejémoslo en rebaño.
Otro aspecto es el límite entre privacidad y publicidad, no en los «famosos», sino en la gente del común. Veo esas fotos de relleno, donde varios ciudadanos anónimos exponen sus tocinos en la playa, para ilustrar la «ola de calor» o la «ianuguración de las vacaciones estivales». Veo esas cuñas televisivas donde sale una paisana anónima, enseñando las tetas debajo de una sombrilla, para ilustrar el crucial asunto «playas con bandera azul»… y me pregunto si están donde decían estar. ¿Están alllí, tan ricamente, disfrutando de una baja laboral fraudulenta? ¿Han dicho a su cónyuge que sufren una interminable reunión de trabajo? Si mentían, ¿es lícito ponerles a pique del despido/divorcio? Cruel incertidumbre.
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Por esas cosas, entre otras, convendría que nadie publicitase lo que no debe. Porque nadie le ha dado vela en ese entierro (o esas engañifas, por no teñir de luto el asunto de la privacidad).
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