Albertito, mi nieto de 16 meses, debió ingresar en el hospital un par de días. Un proceso banal, aunque precisó de sueroterapia y allí, de aquella guisa, tuve que abrazarlo. Como si fuese mi otro yo; como si en el tiempo transcurrido desde mi propio ingreso, unos años atrás, me hubiera encogido hasta parecer él: en el mismo escenario, los paseos acompañado del artilugio con ruedas para mantener en alto el frasco de marras y, para completar la semejanza, la dichosa batita abierta por detrás y atada con unos lazos que no consiguen mantener el culo de quien sea a buen recaudo.
Pero, a diferencia de entonces, no cabía el recurso de esconder la ansiedad hablando del tiempo. Ahora se transparentaba en los ojos de sus padres, en los nuestros… Y cada lágrima de Tito cubría con hilos de tristeza nuestras almas, así que conseguir una sonrisa del pequeño -ni les cuento de la risa- era objetivo prioritario y todos, sin excepción, nos hubiésemos cambiado por él. Estoy seguro que cualquiera de ustedes, si ha pasado por la experiencia de acompañar a un niño en semejante trance, entenderá lo que quiero decir.
Fue entonces cuando comprendí el valor de La Sonrisa Médica, una ONG fundada en Mallorca (y la primera en España), hace precisamente ahora 20 años, por mi buen amigo Miguel Borrás. Si he de ser sincero, debo confesar que en el pasado fui bastante escéptico respecto a su utilidad y, cuando los veía por los pasillos del hospital, el jolgorio, disfraces y ademanes me parecían incluso impropios del lugar. Sin embargo, la pasada semana habría dado lo que fuese por verlos aparecer: narices rojas, musiquilla pegadiza y unas habilidades con que el enfermero aspirino o la doctora cirereta deben conseguir lo que nosotros perseguíamos con suerte dispar. Y es que por la risa de un niño, por alegrar su carita, hay ocasiones en que uno estaría dispuesto a todo. Por eso, y después de acompañar a Tito en el hospital, vaya este post por ellos; por esa Sonrisa Médica de la que, porque siga viva en previsión de que volviese a sucedernos algo parecido en el futuro, o a cualquiera de ustedes, pienso hacerme socio. Y si quienes esto lean tienen hijos o nietos en edad de merecerla sabrán, como yo, lo que valen unas risas por sobre la adversidad.
Joé Gustavo, pues a mí no me has arrancado una sonrisa precisamente, has hecho que mis ojos se humedezcan por la tremenda emotividad de la entrada. Me sumo a las felicitaciones y mando desde aquí un fuerte abrazo a Tito, sus padres y como no a sus entrañables abuelos.
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Javier: ¿y que salga y vuelva a reirse como si nada? Porque dicen que la convalecencia es la etapa más feliz a que un hombre pueda aspirar. Y un abuelo, si hablamos de Tito, ni te cuento.
¿Y vuestra niña? ¿De sonrisa en sonrisa?
Un fuerte abrazo
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Y no solo hijos o nietos, a algunos adultos también les viene bien.
Me alegran cada vez que me los cruzo en algún pasillo, o en la entrada a consultas, o cuando me gastan alguna pequeña broma.
Y cada vez que vienen a RHB o cerca, si les oigo cantar, salgo a verlos.
Y veo a los niños encantados…
Pero también a los adultos les cambia el semblante.
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La sonrisa de Tito, la de los abuelos, luego la de los lectores… una cadena que debe continuar, para cercar y poner fin a tantos motivos de decepción y de desánimo. Nos lo decía Lluís Llach: «… i amb el somriure, la revolta !»
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