Llamarte inocente es algo así como un baldón. Y serlo, más allá de una infancia que modernidad y tecnología han acortado en su ingenuidad, trae aparejados riesgos sin cuento. Por eso, los santos inocentes -¡benditos inocentes!-, más acá de Herodes, dejan de ser tales para tomar cuerpo en sus dos sinónimos: capullos o presuntos.
De ahí que el domingo 28, día de autos, no se celebre la candidez con añoranza, sino con mofa. La inocencia es risible como subraya el muñequito en la espalda o las mentiras con que se intenta engatusar a los incautos que, de tragar, no pasarán por almas puras sino por ser más tontos que Abundio. No se canta a la inocencia excepto de boca para afuera, y es tapadera de los presuntos y sus compañeros de Partido, temerosos de que esa presunción se haga extensiva y acabe también con ellos en el juzgado. Porque no sólo los periodistas homologan al presunto inocente con un culpable enmascarado. A este respecto, tal vez conozcan lo que afirmó Camus en su novela «La caída»: «Todo hombre inteligente sueña con ser un gangster». Y si no lo es -inteligente, quiero decir-, como sucede con muchos de los presuntos, hará real el sueño a las primeras de cambio, con el señuelo de que manos duchas comen truchas. Aunque hayan de esconderlas en Andorra o las Bahamas, para hartarse de ellas en cuanto lleguen a un pacto con la fiscalía.
¿Inocentes? Pocos. La experiencia termina con el candor del observador. Y los dineros fáciles, con los principios. Por una u otra razón, el Día de los Inocentes se ha quedado sin referentes otros que los niños de teta, y como destinatarios dan poco de sí, vaya.
Sin embargo, tomar el pelo al listillo -así nos creemos la mayoría-, al corrupto o en trance de serlo de tener ocasión, al desencantado o a ese cínico que lleva una vara de medir que no se aplica en carne propia, es si cabe más placentero y, desde esa óptica, ¡a disfrutar! Aunque de ser pillados en la broma, la respuesta que obtendremos pondrá los puntos sobre las íes: «¿Inocente? ¡No me jodas!».