Deambular con el título por los cielos, sea de santo o beato, sólo depende del humor con que se levante el papa de turno y no de milagro más o menos que, en cualquier caso, puede diseñarse a medida. Sucede algo parecido a lo visto con el Premio Nobel de la Paz: puede concederse a un inspirador de guerras y masacres y, como ejemplo, recuerden a Kissinger.
Pio XII ya es beato a pesar de su demostrada colaboración con fascismos varios, desde el nazismo (se negó a firmar, a instancias de Roosevelt, una declaración sobre el Holocausto) a los elogios que prodigó a Franco. No obstante, y para el necesario milagro que respaldase su nombramiento, ningún problema: al marido de una mujer afecta de un linfoma se le apareció en sueños el sucesor, Juan XXIII, aconsejándole que se encomendase al hombre que aparecía en una foto que le mostró y que al poco identificaría con el candidato. «¡Caramba! Pero si era Pío XII», declaró. La enferma se curó (suele pasar con los linfomas), pero la intervención divina era indiscutible. Yo mismo he sido instado en dos ocasiones a certificar curas inexplicables (para los demandantes) y, de haber accedido, quizá habría crecido el santoral.
Cualquiera, a poco que revise el tema, advertirá que cada época condiciona el cariz de los milagros. La primera y hasta ahora única santa de Mallorca, Catalina Thomàs, fue autora cuando menos de tres en el siglo XVIII: ciego (Juan Colom) que recuperó la vista, religiosa que pudo mover de nuevo su rodilla (Coloma Armengol) y un niño cojo, Juan Calafat, curado por su intervención. No obstante, la época de ciegos e impedidos, tras la de muertos resucitados, dio paso, con la invención de la fotografía hará unos doscientos años, a prodigios nuevos cual es el de Pío XII y hoy, en plena revolución científico-técnica, a saber los que vendrán. ¿Milagros cibernéticos? Pero en el impasse y en tanto salen a la luz, puede prescindirse de ellos y así va a ocurrir con el evangelizador de California, Junípero Serra, dispensado de portento por el papa Francisco, que lo santificará en septiembre por el procedimiento denominado «Canonización equivalente», y es que el olor a santidad es tan palmario que no es necesario andarse con más monsergas ni esperar a que los casquetes polares se recuperen por su intervención.
En todo caso cabría apuntar que, por coincidir el evento con el mes de las elecciones catalanas, quizá reste protagonismo a éstas y Mas o Junqueras eleven una queja formal al Vaticano, con lo que el proceso soberanista se liaría aún más si cabe. Sin embargo, la segunda santificación en Mallorca podría, al decir de los ciudadanos de Petra, el pueblo natal de Fray Junípero, atraer a más turistas y resultar de mayor eficacia que otro invento que también se quiso milagroso: el de la «Marca España». En esa línea, tal vez debamos congratularnos todos aunque vaya a tratarse de un santo sin prodigio; contraviniendo las reglas y designado, como quien dice, de tapadillo.
En efecto, el santoral crece por motivos non sanctos (o quizá es que el racionalismo nos ha curado de espantos teosóficos). Sin embargo, ¡qué frío sería el mundo sin la esperanza de un milagro! Que un rayo inexplicable reintegre la masa arbórea del Amazonas, que una luz cegadora conmine a Bárcenas devolver la pasta. Pasemos el rato, en espera del milagro, con la absorbente tensión de un buen libro, por ejemplo «El impostor», de Javier Cercas.
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Seguiré tu consejo.
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Si, sí, que lo santifiquen y que vengan masas de turistas a ver la placa que hay en el psiquiátrico conmemorando que estuvo allí (no se si de beato o de loco)
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