El escritor alemán, Premio Nobel en 1999 (también, y el mismo año, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, concedido por primera vez a un autor que no escribía en castellano), falleció a los 87 años el pasado día 13 de abril. Fue hombre de vida agitada y polémica que, con independencia de una producción literaria de calidad desigual -según algunos, a partir de 1965 y tras publicar la «Trilogía de Dánzig» en tan solo cuatro años, vio mermada su inspiración-, hizo de él un personaje tan emblemático como controvertido.
Cierto es que los artistas debieran ser juzgados en exclusiva a partir de sus obras; sin embargo, con Grass no reza el consejo, dado que su presencia política y mediática trascendía una dedicación que tampoco se circunscribía a la literatura pese a ser un referente en aquel país. Fue también pintor de acuarelas y aguafuertes, poeta en sus inicios y la implicación política, de variado pelaje, suscitó filias y fobias por un igual. Su pertenencia a las juventudes hitlerianas durante la adolescencia, o la participación en la campaña electoral del Partido Socialdemócrata, allá por los sesenta, revelan a las claras una evolución ideológica que no le acarreó siempre parabienes, como tampoco el crear una Fundación para la protección del pueblo gitano.
Ha fallecido un escritor «político» en la línea de Sartre, Brecht o Malraux, y tal vez sus explícitas adscripciones motivasen la desigual acogida de sus obras, porque si bien hay consenso respecto al mérito de las primeras («El tambor de hojalata» en 1959, «El gato y el ratón» (1961) o «Años de perro» en 1963), otras posteriores no tuvieron igual reconocimiento. «Es cuento largo», sobre la reunificación de Alemania, motivó que se refiriesen a él, junto a otros, como «Pájaros que ensucian el propio nido», y otra de sus novelas, «La rata», fue calificada por el entonces crítico literario más conocido, Reich Ranicki, como «Una catástrofe».
No obstante, y pese a no estar legitimado para emitir juicio de valor alguno sobre el conjunto de una obra que sólo conozco parcialmente, me gustaba que un «intelectual» de su talla (y entrecomillo porque sobre la definición de intelectual habría mucho que hablar) abandonase la torre de marfil en la que podría haber permanecido, ahíto de aplausos, para rebozarse en la cotidianidad de los tiempos que le tocó vivir. Y, encima, con su inseparable pipa como una seña más de identidad. En suma: que me caía bien. Y he querido dejar constancia, siquiera para mi propia memoria, antes de que el tiempo amarillo se pose también sobre su fotografía. Como ocurre tras morir.