Cualquiera de ustedes habrá conseguido localizar y acceder a una playita recóndita en la que disfrutar de paisaje y silencio. No hay nadie más excepto tal vez quienes le han acompañado en la excursión; se diría que, en ese día de cualquier verano, le ha tocado en suerte un trozo de paraíso. Pero no se llame a engaño. Al rato, y si llegó temprano, aparecerá el primer yatecito. Anclará en el mismísimo centro de la cala y será sólo el comienzo de lo que vendrá. Les asiste, al igual que a nosotros, todo el derecho a dejarse mecer (en su caso no es metáfora) entre el placer y el tedio pero, a diferencia de quienes llegan andando, los barquitos de recreo se atraen mutuamente y cualquiera deduciría que buscan la escondida ensenada para hacer de ella un nuevo puerto, remedo del que dejaron.
Eso del nunquam duo, la regla de los seminaristas, no reza con ellos y, en poco tiempo, se habrá terminado la tranquilidad. Como si temiesen que de gritar ¡Ah de la vida!, como apuntaba Quevedo, nadie fuese a responderles.
En consecuencia, el vasto y desierto paisaje que creyó poder hacer suyo sin interferencias, se poblará al poco de unas docenas de barcas separadas entre ellas por escasos metros. Algunos pondrán música a todo volumen -no fuera usted a ensimismarse en exceso-; un mogollón para ahuyentar la temida soledad, y no será preciso esperar mucho para que alguno de entre los tripulantes se dedique a sonorizar el ambiente con la moto acuática. Haciendo eses entre las barcas y sin separarse demasiado de la congregación, no fuera a ser que los perdiera de vista y nosotros dejásemos de oírle.
¿Por qué será que, con sus posibilidades de gozar a solas, persiguen invariablemente la masificación y precisamente en esa calita de ensueño que habíamos descubierto? Y no se empeñe porque, vaya donde vaya, sucederá lo mismo hasta preguntarse si acaso no será quizá usted quien los atrae. Pero no: no se culpe. Se trata de un asunto distinto y es que para los propietarios de barcos de recreo, siquiera para un porcentaje no despreciable, el ocio no se sobrelleva bien si no es en compañía de sus iguales. Aunque sea una pejiguera que los de a pie deberán aguantar porque no queda otro remedio. Con los corruptos sucede algo parecido, aunque sea comparación traída por los pelos. Pero algo hay de eso.
Pienso parecido porque soy propietaria de un barco de recreo, y me gusta navegar, paisaje y tranquilidad. Aquí y ahora imposible.
Y sí, detrás de muchos barcos, hay muchos GILIPOLLAS.
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En ese gregarismo, digo yo que puede haber un vestigio de los que se decían «signos externos de riqueza». Lo curioso es que el nuevo rico abraza alguno de ellos con inusitado fervor y fortísimo espíritu de grupo, así la caza mayor y la náutica. No adquieren ropas de camuflaje y fusiles estratosféricos para disfrutar del campo y sus bestezuelas, sino para enseñarlos, mientras los perros bullen y los negocietes prosperan. No compran el barco para hendir los anchos vientos con orgulloso bauprés, sino para fondear donde pululen más pijo-piojos.
Un colega, ginecólogo en tiempos, se sacó el título náutico por el método «paralelo» de tener como paciente a la mujer del comandante en plaza. Del examen no tenía ni papa, lo que quiso disimular formulando preguntas impertinentes al examinador. Éste, cabreado, llegó a preguntarle por su apellido. Mi colega, ufano, dijo «¡Soy el doctor…!» Y el otro exclamó: «¡Coño, pero si está usted aprobado!»
En su primera singladura, cargó en el barco a dos muchachas con la esperanza de que fueran muy impresionables. Un día excelente, ni asomo de tormenta. Enfiló la bocana de la bahía de Santander y a las chicas les llamó la atención cuántos barcos regresaban en dirección contraria. Los tripulantes de esos barcos agitaban los brazos y mi colega les respondía con la camaradería propia de la gente de mar. ¿No querrán decirte algo? ¡Qué va, son señales entre nosotros, para vernos luego en el club!
Querían avisarle de que se estaba armando la mundial. De sopetón, como a veces ocurre en las traidoras aguas cantábricas, el hermoso día se trocaba en jodida galerna. Hasta mi inexperto colega se percató de que pintaban bastos, cuando el oleaje empezó a baldear la cubierta y las chicas adquirieron un color más ceniza que sexy.
Su aguzado olfato marinero le desaconsejó toda maniobra naval, excepto la socorrida retromarcha. Y así iba surcando la bahía, navegando hacia popa, saludando a los estupefactos patrones que no entendían semejante proceder; las chicas con mejor color, gratamente sorprendidas por el buen ambiente social imperante en la Armada Española.
Y así hasta la catástrofe, cuando el barco se le cruzó justo a la entrada de los amarres y se negó a todo movimiento, excepto una escora hacia babor de la que el capitán y las chicas huyeron como pudieron, más bien atropelladamente, y decenas de barcos se arremolinaban buscando su bloqueado amarre. Total, que llegan el práctico ¡y el comandante! Y éste, viendo la cara de mi colega, empieza una comedia salpicada de imprecaciones amenazantes mezcladas con el puro descojono de la risa, con el nítido objetivo de abaratar muy sustancialmente sus servicios ginecológicos. En efecto, las consultas pasaron a ser gratuitas y el barco enseguida encontró nuevo dueño y patrón.
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¡Como para ponerse en manos del primer ginecólogo con yate! Ni con amenaza de aborto, vamos. Que si no se había producido antes, con la escora estaría cantado…
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