La ausencia de certezas justifica opiniones discordantes. Es la regla y precisamente por eso la democracia y unos líderes que encarnen, por período limitado, el sentir mayoritario traducido en acciones. Que éstas sean acordes con la supuesta voluntad de sus votantes refrendará su legitimidad, su coherencia y, en otro caso, borrón y cuenta nueva. Pero de ahí a que cualquier resolución deba ser consultada media un abismo; máxime porque nos pasaríamos nuestra existencia entre el sí, el no o el depende.
Los referendos, para cuestiones de cierta enjundia. Pero convocarlos ante cualquier nonada dice poco en favor de sus promotores, que debieran actuar, tras sopesar juiciosamente pros y contras, en consecuencia con sus análisis. Para eso están ahí y cobran el sueldo. No me parece que promover una encuesta para decidir si deben retirarse las terrazas de los bares en el Paseo del Borne -con el coste en tiempo y dinero que supone desde la campaña informativa hasta el dispositivo necesario para hacer posible la votación- pueda justificarse frente a una plétora de cuestiones con superior relevancia. El ejemplo puede hacerse extensivo a otras cuestiones y lo mismo cabría decir si pretendiesen cuantificar las opiniones, favorables o no, a la demolición del monolito en una plaza o con qué cantidad, de ser el caso, debe multarse a quien orine en la vía pública.
La profusión de debates sobre nimiedades pospone, cuando no suplanta, los problemas reales y, de propina, causa agujetas. No creo que la disparidad de criterios sobre la presencia de crucifijos en las escuelas, la oportunidad de arrinconar el busto de Juan Carlos I (Ada Colau, en Barcelona) o el lugar que deben ocupar los cuadros de Felipe VI en los salones oficiales, y con la que todavía está cayendo, merezcan de semejante cancha mediática.
Priorizar es responsabilidad de los cargos electos y si no saben o necesitan de muletas a cada paso, no debieran haberse presentado para asumir unas decisiones que a muchos les sobrepasan.
No puedo estar más de acuerdo, con la observación añadida de que el mecanismo de «referéndum» parte de un supuesto que no debería darse por supuesto: la ecuanimidad del personal.
Uno escucha a menudo conversaciones de barra de bar sobre la pena de muerte, por ejemplo, y se echa a temblar. El único consuelo es el propio gin-tonic, en el que puedes abismarte sabiendo que la sangre no llegará al río. No llegará justo porque no habrá un sandio referéndum en semejante materia; si lo hubiese, manaría la sangre a borbotones.
Los opinadores más ardientes (que también beben gin-tonic, no siempre con moderación), suelen pasar de la pena capital a la reforma del sistema educativo, y enseguida a la supervisión del mercado de capitales, y sin pausa ni recato se adentran en la regulación de los flujos migratorios. Todo es muy gracioso, naturalmente, porque NO habrá «consultas populares»; si las hubiese, como digo, la sangre salpicaría hasta el techo.
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A mi me parece que los debates sobre nimiedades consiste en una estrategia de «relleno y despiste».
Relleno para simular que poseen un programa con contenidos (es muy fácil debatir sobre tonterías, incluso proponer votaciones), y así mientras pasa el tiempo, de despiste para no enfrentar con los problemas reales.
Que ahí está lo no-fácil. Que ahí es cuando se les transparenta la ineptitud.
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Y ahora va un dictadorzuelo a decir que los debates televisivos deberían ser «obligatorios por ley». Veamos.
Si acreditan algo, será la habilidad retórico-dialéctica del candidato, en absoluto su idoneidad para gobernar. No tienen que demostrar que hablan inglés o saben deambular por los entresijos de la economía, sino que «dan bien en TV», o una pijada del estilo.
Por otro lado, lo deseable sería exponer los contenidos del programa PROPIO, pero rápidamente se pasa a denostar las propuestas del OTRO, lo cual es muy gracioso/irritante, porque enseguida se enzarzan a hablar del «futuro», es decir de nada, dada la humana propensión a prometer lo que no se va a cumplir. (Amarás a este prójimo hasta que la muerte os separe, en la salud y en la enfermedad; ¡y un jamón!)
Pero el vómito se hace incontenible cuando proceden a echarse en cara lo que YA hicieron. O no. Entonces el debate de «ideas» se convierte en una sarta de trivialidades guerracivilistas sobre lo que YA sucedió y es por tanto incapaz de mover molinos. Al final todo es como ese curioso deporte donde las mujeres luchan en el barro; empiezan medio desnudas y acaban como acaban. Hasta ellos se han percatado de que el debate es un programa de entretenimiento y no en vano van a bailar, a jugar al futbolín, a tocar la guitarra, etc, sugiriendo que dominar esas disciplinas mostrencas les otorga méritos para gestionar miles de millones de euros, con dos cojones.
Lo único que la ley debe regular son los espacios PÚBLICOS, y ahí sucede una paradoja lamentable. El dictadorzuelo, que no ha llevado ni las cuentas de una comunidad vecinal, aparece mucho más que los pobrezucos de UPyD, un suponer. Aparece tanto y con adversarios tan endebles que parece un genio. (Estoy literalmente hasta el vértice del genio, sobre todo cuando me espetan que los demás son peores: ¡pues a tomar por cofa todos ellos!) Voy a por las pastillas.
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