Escuché en la radio hace un par de días que 43 taxistas (hasta el momento), en Barcelona, emplean su día de descanso semanal en transportar gratuitamente a niños enfermos desde su domicilio al Hospital maternoinfantil de Sant Joan de Déu o viceversa. Tras la correspondiente búsqueda por Internet me entero de que el asunto viene de atrás, desde 2013, y siento no haberlo sabido antes, lo que abunda en la constatación del mayor eco que tienen siempre las noticias negativas. Y algo deberíamos hacer entre todos para cambiar esto; siquiera con el fin de levantarnos el ánimo de vez en cuando por sobre corruptelas y egocentrismos varios.

Al parecer, todo empezó cuando una madre, llegados al centro sanitario con el niño, no tenía dinero con que pagar. «No se apure -la tranquil.izó el conductor-: hoy es gratis». Y ese fue el trigger, como dicen los ingleses: el disparadero de una ocurrencia a la que se han sumado decenas de compañeros y me apetece glosar por lo que tiene de ejemplar. No ha habido en este caso planificación anticipada, delegación por parte de los poderes públicos -que, por cierto, deberían tomar conciencia para otras situaciones necesitadas de atención-, subvenciones, incentivos ni cálculos interesados; las carencias de unos se han dado de bruces con la compasión de otros y, de la colisión, un resultado que merece mucho más que estas líneas, incapaces de expresar como debieran la mezcla de gratitud y admiración que suscita el gesto.

Tal vez la solidaridad del colectivo siga creciendo; quizá sensibilice a quienes debieran atender problemas semejantes porque va en su sueldo o es posible que el calor humano que desprenden esos taxistas se extienda y permee a otros colectivos. Sea como fuere, desde que he sabido cómo han decidido emplear algunos su tiempo libre, se me ha revitalizado la certeza de que ese mundo mejor que todos perseguimos, siquiera de boquilla, es posible. Gracias, sobre todo, a gentes como ellos.