De la vejez se han escrito matices sin cuento, aunque ninguna aproximación que pretenda sintetizarla, de entre las que he leído, haya conseguido incluir sus innumerables variantes. Así me lo hizo patente la anciana que me precedía frente a la caja del supermercado en que ambos acabábamos de comprar.
Ya había observado en numerosas ocasiones y con anterioridad que, llegada cierta edad -y me refiero a ellas por ser su presencia mucho más frecuente en ese ámbito-, hacerse en su monedero con la cantidad requerida exige paciencia a los que siguen/seguimos en la cola. Los billetes se cambian por monedas; éstas caen al suelo o se desparraman sobre el mostrador y recogerlas lleva su tiempo hasta volver a empezar, se buscan los céntimos una y otra vez por no entregar un euro y guardar el cambio… En esta ocasión ocurrió lo de costumbre pero, al agacharse para recoger el monedero de entre sus pies, el sonoro pedo, continuado y en un insólito crescendo, hizo que los circunstantes intercambiásemos miradas en las que se mezclaba el pasmo con la curiosidad por ver su cara cuando se incorporase.
Y tras hacerlo, como si nada. Actitud a la que nos sumamos todos, haciéndonos los sordos y en espera de saldar nuestra cuenta con la cajera. Estaba claro que, para la vieja, la hora del esplendor en la hierba a la que un día se refirió Wordsworth se había rendido al esplendor intestinal, haciendo evidente que no siempre la edad propicia el silencio.Y si toda vejez es una confesión, en su caso no era, por ininteligible, menos contundente. El caso es que me había olvidado de coger las cervezas, pero me dio por pensar que, si iba a buscarlas, al volver podría ocurrir que debiera situarme en la cola tras otra anciana y dicen que la vejez iguala. ¡Sólo me faltaba una segunda pedorreta!, así que pagué y a otra cosa, al tiempo que me prometía que tamaña ventosidad, por su aparatosidad y suficiencia de la protagonista, no debería caer en saco roto. Y aquí está.