Durante la adolescencia quisiéramos -y me permito interpretar lo que creo el sentir de una mayoría- que el tiempo pusiera la directa; que acelerase su paso por esa edad en la que aún no se dispone de autonomía para procurar que se encarnen los sueños. Sin embargo, se plantea ya una primera disyuntiva porque, mientras estamos a la espera de sumar años, lamentamos que estos se añadan a los de nuestros seres queridos cuando ya la vejez con ellos o a sus puertas. Crecer nosotros y, los demás, detenidos a fin de postergar el temido adiós.
Siempre, en uno u otro sentido, el pulso a las horas, rara vez aliadas. Cuando ya en la madurez y rendidos a la evidencia de su inexorable progresión, intentamos hurtarnos en lo posible a esa servidumbre y disfrutar dando la espalda al reloj de los días. Quizá aparezcan los nietos y con ellos, por su amor teñido de candor, volveremos de nuevo a la inquietud frente al enemigo aunque ahora, y al revés de lo que nos ocurría cuando a la entrada de nuestra juventud, daríamos lo indecible por detener las agujas y poder disfrutar, en la vida restante, de esa niñez y su «tiempo sin tiempo y sin memoria», como dijera el poeta Gerardo Diego.
Ya escribí meses atrás del placer que me causaba enseñar a uno de ellos el juego del ajedrez y perder, alguna que otra vez, para gozarme de su contagioso orgullo. Otro me dijo, sentados en un bar y muy serio, que daría cualquier cosa -incluso sus juguetes preferidos- por hacerme inmortal. Cuando sonríe el de los grandes ojos me gustaría y como última voluntad sumergirme en ellos y, días atrás, andaba abstraído en uno de mis paseos cuando la nuera me llamó desde la esquina: «Es que te ha visto. ¡Es Tat (así me llaman) y tengo que darle un beso! Eso me acaba de decir». Con toda seguridad se identificarán conmigo si afirmo, con Lope de Vega, que «Eso es amor. Quien lo probó lo sabe». Por todo lo anterior, sueño a veces con lograr un imposible: que no crezcan.
Se me salta la lagrimilla; a menudo los padres no alcanzamos a ver la velocidad del cambio. Por suerte tienen un abuelo que nos la recuerda.
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Esas son las cosas que no se pagan con dinero, las que más se aprecian y llegan al corazón 😀 .. Precioso escrito! 😘🤗❤❄😘
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Gracias. Como muchos de los tuyos…
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Propósito vano, aunque recurrente, el de detener el tiempo, en nosotros o en quienes queremos. Frente a ese empeño, vivir el instante. Déjame recordarte a Machado: «Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora. Y ahora, ahora es el momento de cumplir las promesas que nos hicimos. Porque ayer no lo hicimos, porque mañana es tarde. Ahora.»
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Las lucubraciones sentimentales pasan muchas veces junto a Machado sin escuchar…
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El personaje central de ‘El tambor de hojalata’, decepcionado por el curso del mundo, decide no crecer más, pero no se convierte así en un niño perpetuo, sino en un viejo con aspecto de enano. Lo cual que hay que vivir las etapas -todas- y aceptar que cambiamos con ellas -snif-, pero ¡joder, duele!
En realidad, duele más ver que los demás (los vástagos, por ejemplo) se nos escapan sin remedio. Con respecto a lo propio, sucede que no todas las etapas son igualmente añorables. Mi infancia, por ejemplo, fue una mierda con muy pocos paliativos. Regresaría sin dudarlo a los años del Instituto, pero a la infancia ¡ni por asomo!
En fin, si a tu nieto de los juguetes valiosos le sobra alguno, que lo venda para que seamos inmortales algunos otros. Cuando se nos conoce se llega también a apreciarnos, jajajaja.
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Le preguntaré si tiene alguno en venta y se lo propondré. Entretanto, ¡Buen año nuevo!
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Hay que ver cómo sabes explorar y explicar de forma tan emotiva!. Interioricé una frase de Saramago, en el hombre duplicado, que más o menos decía: no olvidemos que la realidad fue nuestra imaginación anteriormente. Me quedo con un sabor nostálgico. Bessssss
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es tan bonito el momento descrito que, para que comentar¡ Feliz año nuevo!
Un abrazo
Rosario
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Lo mismo te deseo, Rosario. Un abrazo
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Que escrito tan bonito, los abuelosdisfrutan casi más de los nietos, que de sus propios hijos. Cuando estamos en la niñez siempre queremosvolvernos mayor, pero cuando somos mayores, nos pasa el tiempo volando, vemos a nuestros mayores envejecer, o dejar éste mundo, y quisiéramos parar el tiempo. Pero hay que disfrutar de lo que uno tiene. Saludos.
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No creí que lamentaría tanto ese afán que tenia cuando era niña en ser mayor con lo bonita que es esa etapa de la inocencia, ser mayor para, descubrir lo complicada y dura que puede llegar a ser esa vida que con tanto interés preparamos para un futuro que se nos antoja sin problemas y lleno de luz y alegría, aún no sabemos los tropiezos que nos aguardan, y si podremos esquivar, pero para eso están los años y los daños para enseñarnos que todo tiene sus dificultades y es preciso esforzarse para los logros que nos proponemos. Sigo pensando que es la etapa más bonita de nuestra vida, la inocencia, la limpieza de miras y la alegría conque se hace todo como si de un sueño se tratara,( a los jóvenes de este tiempo, les diría no tengas prisa todo llega ) aunque cada circunstancia es un aprendizaje que te alimenta de sabiduría para ese futuro, que no pensé cambiara tanto que me parece hayan pasado doscientos años, con momentos gratos y momentos duros de los cuales nos aportan esa madurez tan necesaria para el día a día, el saber que dan los años y los daños…….
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Pingback: Crecer no es siempre un premio | Palabra Abierta
Gracias y un abrazo.
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