Llevaba bastantes meses esperando la explícita correspondencia a sus muestras de cariño. No había ocurrido crisis matrimonial alguna ni divergencia que pudiera estar en la base de semejante distanciamiento, y se decía que tal vez fuesen sus modos de manifestarse lo que le condujo a obtener únicamente monosílabos por respuesta o unas miradas frías y de soslayo. Había intentado de mil y un modos recobrar la sintonía de antaño: prolongadas digresiones sobre temas de actualidad o lo leído, entrañables recuerdos de su pasado en común y algún que otro roce corporal sin resultado alguno, así que últimamente, y tras esporádicas alusiones al respecto, se limitaba a extender su mano sobre la mesa, cerca de ella, en espera de unos dedos que lo rehuían.
La vida entre ambos continuó por iguales derroteros hasta que su mujer, presa de una súbita enfermedad, murió sin apenas tiempo para la despedida. Él paso mucho tiempo sin contacto social alguno y rendido a una nostalgia que amenazaba su salud. Pálido, cada vez más delgado y silencioso, hizo finalmente caso a los reiterados consejos telefónicos de un familiar y se forzaba a salir, de tarde en tarde, para tomar un café con los amigos. Nunca se percató de su costumbre cuando sentado en el bar: el brazo extendido y la mano abierta. ¿Qué quieres? –le preguntó un compañero-. ¿Esperas algo? Es que te pasas siempre el rato como a la búsqueda de una limosna. Fue en ese instante cuando volvió a la realidad, y revivir por un instante el pasado con ella propició una lágrima que no acertó a disimular.
-¿Qué sucede? –volvió a interrogarle el de antes-. ¿Tanto te emociona esa música?
-¿Cómo? No… algo que me ha entrado en el ojo…
Es el relato que se me acaba de ocurrir -le contó a su mujer durante la comida- al darme cuenta una vez más del tiempo que llevamos sin ser cómplices. Sin la cercanía de antes. Por mi causa, supongo, pero siquiera darnos la mano de vez en cuando… llevo muchos meses pidiendo limosna, como le dijo al pobre hombre su amigo…
La ficción funcionó y, esta vez sí, la mano de ella acarició la suya y luego ambas se entrelazaron.
-¿Y aquella lágrima? –preguntó la esposa, aunque sin dejar el contacto-: si la viese ahora, y encima sin música, el truco te quedaría redondo.
-Las de alegría tardan un poco más –respondió él-. Pero de seguir así, todo llegará… Por cierto, y siguiendo con la historia: no te mueras antes que yo, o tendría que atarme los brazos a la cintura para que el amigo no volviese a preguntar.
Hola, tat. Soy tu nieto primogénito, a ver si adivinas quien. Me ha gustado mucho tu post
Yo es estoy escribiendo uno.
¡Hasta pronto!
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¡Lo he adivinado! Ahora voy a tu blog.
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El título de tu post evocó en mí las primeras secuencias de la película de Tarkovsky, la niebla, unas mujeres de blanco deambulando en la intemporalidad… eso que trae a la memoria los vientos de una añoranza. Aprecio la fuerza de la evocación que desprenden tus líneas.
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No conozco esa película. ¿La niebla? Tendré que hacerme con ella… Y sigo leyendo El chorrillo aunque no comente…
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Emotivo. A pesar de seguir en esa Torre de Babel, siempre la Ternura!
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Un relato magnífico,pero yo también se me ha escapado
una lagrimita cuantas veces,me he arrepentido de no hablar más,de decirle muchas veces te quiero,pensando que nada nos separaría . Peró sí la muerte fue la que nos separó en poco tiempo.Desde ese día que él se fue,no sé si es enfermizo, o que le añoro tanto,que siempre vivo en el pasado,recordando lo que haciamos,cuando le conocí,las canciones de antes.Quiero borrar un poco mi pasado y no puedo.De esto la semana próxima ya serán tres años.Un abrazo D.Gustavo.Siempre diga a la persona que ama»»te quiero.
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Un abrazo, Cati
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