Algunas pérdidas se sienten más. No me refiero a los seres queridos sino a esos que, aun cuando personalmente desconocidos, han llenado un espacio de nuestras propias vidas. Es, para mí, el caso del escritor J.L. Sampedro, fallecido hace pocos días.
Un par de años atrás fue invitado a venir al hospital en el que yo trabajaba para charlar sobre lo que le apeteciese, y el Gerente me propuso presentarlo. Sin embargo, y tras su inicial aceptación, pospuso el acto por cuestión de salud. Entretanto, repasé su biografía y lo que de él había leído, aunque iba a ser su novela, «La sonrisa etrusca», la que centraría mis palabras.
Tal vez por oncólogo, nunca olvidé a aquel viejo de nombre Salvatore, antiguo partisano enfermo de cáncer y que se encariña con el nieto, Brunnetino, que fue también su nombre de guerra. La enfermedad no acabará con él hasta el día en que el niño le llama, por primera vez, nonno (abuelo). Hoy se me ocurre que si Brunnetino no hubiese balbuceado la palabra, aún tendríamos al anciano luchador, a ese hombre honesto, entre nosotros. Porque mientras esperaba el día de la charla, Sampedro fue para mí el nonno de su novela.
Ya no podré preguntarle si estaba en lo cierto. Y bien que lo lamento.
M’ha agradat força el teu comentari, Gustavo. Penso que tens facilitat per comunicar-te.
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només a vegades…
Una abraçada
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