El fallecimiento del escritor que marcó, con su novela «Cien años de soledad», mi definitiva seducción por la literatura, ha pesado estos días en mi ánimo mucho más que el de Jesucristo, dicho sea sin irreverencia. Pero es la pura verdad. En este blog he lamentado otras desapariciones de autores entrañables, Juan Gelman o Sampedro, pero Gabo seguía aquí, y ni la crónica de su muerte anunciada ni esa demencia senil que al parecer le aquejaba, me habían alejado de quien ensanchó mi horizonte con su imaginación.
No le sobraban 50 años a los 100 de soledad, como dijo Borges en uno de sus frecuentes raptos de sarcasmo. Con mis apenas 20, me transportó boquiabierto, desde el libro con el que alcanzó la fama, a sus primeras obras, y el Coronel a la espera de una carta, o los relatos que conformaban Los funerales de la Mamá Grande, contribuyeron a afianzar la admiración por una magia que nadie como él supo crear. Me gustaba de García Márquez su fidelidad ideológica, los rechazos a cualquier premio tras obtener el Nobel o el obstinado empeño de muchos años para algunas de sus obras: 2 versiones de principio al final, según relató él mismo, antes de dar por bueno «El otoño del patriarca», «El coronel…» reescrito nueve veces, o cinco años para «La hojarasca». Me fiaba de él, así que no me costó tomar partido cuando se supo de las diferencias con Vargas Llosa y, desde luego, la acusación de plagio por parte de Miguel Ángel Asturias no tuvo para mí el menor crédito. Pero fue, ademas de icono literario, un consejero en la distancia. Leí «La Plaza del Diamante», de Mercé Rodoreda, porque él dijo que se trataba de una de las mejores novelas sobre la Guerra Civil, y al cubano Sarduy («Cobra») por ser, para Gabo, «el mejor escritor aunque el menos leído».
Han sido unos días tristes. Tanto es así, que no creo vuelva a la necrológica de ningun otro en el futuro porque, con ésta, me ha parecido cerrar un capítulo de mi propia historia. Y, por lo forzado, duele.
Algunos afirman que «Cien años de soledad» recuperó el gusto por la pura y nítida narrativa (contar una historia, dando incluso aroma de cotidianeidad a los hechos más extraordinarios, casi diríamos sobranaturales), cuando otros autores divagaban por los experimentalismos. Quizá sea cierto, aunque el comentario bien pudiera tomarse como una crítica de las vanguardias más que como un enaltecimiento de Gabo.
Yo no soy imparcial. He dejado constancia de que aquella novela es, sin más, el libro de mi vida, pues me introdujo de golpe en el mundo incomprensible de los adultos. Siendo lamentablemente cierto que no hay vuelta atrás, al menos mientras herr Alzheimer se esté quietecito, no hay mucho más que decir en favor de una obra.
Sin embargo, hay otra que el propio Gabo consideró injustamente minusvalorada: «El otoño del patriarca». Magnífica, en todas las acepciones del término. Más allá de la chorrada de que fue un mero plagio de Miguel Ángel Asturias, a mí me enseñó esa forma admirable que resurge en el mejor Cela finisecular, «Mazurca para dos muertos», un suponer. Yo, de mayor, quisiera escribir así.
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He leído tu artículo de El Diario Montañés: «La dignidad y un libro». Entrañable Gabo. Y entrañable Cote.
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